Cada libro es una imagen de soledad. Es un objeto tangible que uno puede levantar, apoyar, abrir y cerrar, y sus palabras representan muchos meses, cuando no muchos años de la soledad de un hombre, de modo que con cada libro que uno lee puede decirse a sí mismo que está enfrentándose a una partícula de esa soledad. Un hombre se sienta solo en una habitación y escribe. El libro puede hablar de soledad o compañía, pero siempre es necesariamente un producto de la soledad.
(La invención de la soledad)
POCAS SOLEDADES COMO LA DEL ASCENSOR Y SU ESPEJO
(pensaba Bruno), ese silencioso, pero implacable confesor, ese fugaz confesionario del mundo desacralizado, el mundo del Plástico y la Computadora. Lo imaginaba a S. observando su cara con despiedad. Sobre ella - lenta pero inexorablemente - habían ido dejando su huella los sentimientos y las pasiones, los afectos y los rencores, la fe, la ilusión y los desencantos, las muertes que había vivido o presentido, los otoños que lo entristecieron o desalentaron, los amores que lo habían hechizado, los fantasmas que en sus sueños o en sus ficciones lo visitaron o acosaron. En esos ojos que lloraron por dolor, en esos ojos que cerraron por el sueño pero también por el pudor o la astucia, en esos labios que se apretaban por empecinamiento pero también por crueldad, en esas cejas que se contraían por inquietud o extrañeza o que se levantaban en la interrogación y la duda, en esas venas que se hinchaban por rabia o sensualidad, se había ido delineando la móvil geografía que el alma termina por construir sobre la sutil y maleable carne del rostro. Revelándose así, según la fatalidad que le es propia (porque sólo puede existir encarnada) a través de esa materia que a la vez es su prisión y su única posibilidad de existencia. (Abbadón, el exterminador)
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